miércoles, 9 de julio de 2008

Entrega 3


De repente, unos ladridos en la habitación contigua rompieron el silencio. Su maltrecho cuerpo reaccionó como un muelle. Era la señal acordada, la contraseña que no llegaba y ahora, cual balsa salvadora, aparecía nítida y clara. Como lobo hambriento se arrojó contra la puerta que escondía al liberador aullido, ahora apenas un murmullo.

Hábil y escuálido, se deslizó en el interior. Un manto negro cubrió sus ojos pero su respiración había vuelto a la normalidad. Una pequeña mano se abrazó a la suya. La reconoció al instante. Poco a poco las dos figuras se dibujaron en el pequeño habitáculo. Acompañándolos, en un rincón descansaba una vieja silla, y pegada a la pared una fría cama de hierro acogía un raído manto. La sabana, a su vez, había sido enlazada a otra prenda y esta a otra. La estampa no podía ser más desoladora. Los hombres se abrazaban temblorosos. Uno era alto y el otro lucía una gran joroba deforme a modo de hatillo perpetuo. El alto susurró con ternura porqué había tardado tanto en ladrar la contraseña, el enjuto con un hilo de voz mostró el pánico que acumulaban sus huesos.

Con gesto cariñoso, el fugado, se quitó la querida gorra roja y la colocó sobre la cabeza de su hermano. El confort de la gorra, relajó los doloridos músculos del lisiado. Sin más preámbulos, pues el tiempo apremiaba, el más espigado preguntó nervioso si lo había podido conseguir. Una sonrisa iluminó las cuatro paredes. El pobre cheposo, introdujo sus pequeñas manos en el bolsillo y sacó un pañuelo. Con cautela lo desdobló, y ante ellos apareció una pequeña flor rosada de la que colgaban unas ridículas raíces.