miércoles, 9 de julio de 2008

Entrega 3


De repente, unos ladridos en la habitación contigua rompieron el silencio. Su maltrecho cuerpo reaccionó como un muelle. Era la señal acordada, la contraseña que no llegaba y ahora, cual balsa salvadora, aparecía nítida y clara. Como lobo hambriento se arrojó contra la puerta que escondía al liberador aullido, ahora apenas un murmullo.

Hábil y escuálido, se deslizó en el interior. Un manto negro cubrió sus ojos pero su respiración había vuelto a la normalidad. Una pequeña mano se abrazó a la suya. La reconoció al instante. Poco a poco las dos figuras se dibujaron en el pequeño habitáculo. Acompañándolos, en un rincón descansaba una vieja silla, y pegada a la pared una fría cama de hierro acogía un raído manto. La sabana, a su vez, había sido enlazada a otra prenda y esta a otra. La estampa no podía ser más desoladora. Los hombres se abrazaban temblorosos. Uno era alto y el otro lucía una gran joroba deforme a modo de hatillo perpetuo. El alto susurró con ternura porqué había tardado tanto en ladrar la contraseña, el enjuto con un hilo de voz mostró el pánico que acumulaban sus huesos.

Con gesto cariñoso, el fugado, se quitó la querida gorra roja y la colocó sobre la cabeza de su hermano. El confort de la gorra, relajó los doloridos músculos del lisiado. Sin más preámbulos, pues el tiempo apremiaba, el más espigado preguntó nervioso si lo había podido conseguir. Una sonrisa iluminó las cuatro paredes. El pobre cheposo, introdujo sus pequeñas manos en el bolsillo y sacó un pañuelo. Con cautela lo desdobló, y ante ellos apareció una pequeña flor rosada de la que colgaban unas ridículas raíces.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Entrega 2




Sonó una sirena y por las ventanas entró la luz de grandes focos que se encendieron de repente. Sin pensarlo, sin asumir las consecuencias se tiró al suelo tan largo como era. Un dolor agudo en la rodilla le hizo escupir un grito largo y prolongado, un aullido que abrazado a la incansable sirena pasó totalmente desapercibido.

Recordaba la última vez que sonó la sirena. En el recuento faltaba uno y como un cohete estalló la alarma. Le cogieron junto a la verja, a los gritos y golpes sobrevino un terrorífico silencio. Nunca más le vieron.

Unos pájaros nocturnos empezaron a revolotear sobre su cabeza, eran negros y de gruesas alas, unas alas capaces de abofetearle sin contemplaciones. Sus ojos escondidos bajo la confortable gorra se negaban a salir de su trinchera. Se deslizó como una serpiente buscando el amparo de las paredes. Sus manos, tanteaban desnudas el cuerpo de la más absoluta oscuridad que lo había invadido todo. La sirena decidió cesar su canto.

La rodilla le ardía como el fuego crepitante una noche helada. Había perdido el calzado y sus pies lloraban desdichados. Se colocó bien la gorra e intentó leer en la oscuridad todo aquello que le rodeaba.

Un aroma conocido empezó a envolverlo poco a poco, con suavidad. Era el olor de la tristeza. Ese olor compañero que ahora hacía acto de presencia para recordarle a su corazón que tenía un plan. No era momento de desfallecer. Estaba claro que nadie sabía donde estaba, tenía que aprovechar esa ventaja. Con sumo cuidado palpo la rodilla. Estaba hinchada. Debía actuar con rapidez, sabía que la batida no se daría por vencida.



domingo, 9 de marzo de 2008

Entrega 1

Soltó hilo y esperó tranquilo. No tenía prisa. Se humedeció los labios secos y tragó una saliva áspera, difícil de engullir.
Con lentitud se ajustó la vieja gorra, raída pero fiel. Era su talismán. Recordaba el día que se conocieron, era un día lluvioso y gris, sin apenas luz en el horizonte. Como de costumbre él paseaba con una nube sobre su cabeza. Sin saber porqué, sus pies se detuvieron ante un escaparate pequeño, casi diminuto y al alzar la vista la vió. Estaba perfectamente colocada en el centro, desafiante. Era preciosa, de terciopelo rojo. No pudo resistirse y entró haciendo sonar una estridente campañilla. Se rascó los bolsillos y soltó unas monedas sobre el mostrador mientras su dedo señalaba la gorra. Sin caja, sin envoltorio, directa a su cabeza encajó como la última pieza de un puzzle. Amor a primera vista.
Desvió los ojos hacía la derecha. Todo bien, la cuerda en su sitio. Luego miró hacía la izquierda, la red corta descansaba tranquila. El agua adormilaba al pequeño bote como una madre mece la delicada cuna.
De repente unas voces ahuyentaron la pesca. El mal humor subió hacía sus labios y temblaron un instante. Volvió a mirar el bote y se descubrió rodeado de sillas que imitaban la forma de la embarcación, y él sentado sobre un mullido cojín. A su derecha un cordel de zapato atado a un segundo cordel. A su izquierda una manta gruesa doblada con dificultad. Sus manos sujetaban una débil rama de castaño que se doblaba hacía la nada.
Se levantó con cautela. Dirigió sus pasos hacía un estrecho pasillo de paredes desconchadas. Dejó atrás varias puertas cerradas numeradas con gruesos números. Las amarillentas bombillas delataban la ausencia del sol. Las voces sonaban cada vez con más claridad.