miércoles, 26 de marzo de 2008

Entrega 2




Sonó una sirena y por las ventanas entró la luz de grandes focos que se encendieron de repente. Sin pensarlo, sin asumir las consecuencias se tiró al suelo tan largo como era. Un dolor agudo en la rodilla le hizo escupir un grito largo y prolongado, un aullido que abrazado a la incansable sirena pasó totalmente desapercibido.

Recordaba la última vez que sonó la sirena. En el recuento faltaba uno y como un cohete estalló la alarma. Le cogieron junto a la verja, a los gritos y golpes sobrevino un terrorífico silencio. Nunca más le vieron.

Unos pájaros nocturnos empezaron a revolotear sobre su cabeza, eran negros y de gruesas alas, unas alas capaces de abofetearle sin contemplaciones. Sus ojos escondidos bajo la confortable gorra se negaban a salir de su trinchera. Se deslizó como una serpiente buscando el amparo de las paredes. Sus manos, tanteaban desnudas el cuerpo de la más absoluta oscuridad que lo había invadido todo. La sirena decidió cesar su canto.

La rodilla le ardía como el fuego crepitante una noche helada. Había perdido el calzado y sus pies lloraban desdichados. Se colocó bien la gorra e intentó leer en la oscuridad todo aquello que le rodeaba.

Un aroma conocido empezó a envolverlo poco a poco, con suavidad. Era el olor de la tristeza. Ese olor compañero que ahora hacía acto de presencia para recordarle a su corazón que tenía un plan. No era momento de desfallecer. Estaba claro que nadie sabía donde estaba, tenía que aprovechar esa ventaja. Con sumo cuidado palpo la rodilla. Estaba hinchada. Debía actuar con rapidez, sabía que la batida no se daría por vencida.



domingo, 9 de marzo de 2008

Entrega 1

Soltó hilo y esperó tranquilo. No tenía prisa. Se humedeció los labios secos y tragó una saliva áspera, difícil de engullir.
Con lentitud se ajustó la vieja gorra, raída pero fiel. Era su talismán. Recordaba el día que se conocieron, era un día lluvioso y gris, sin apenas luz en el horizonte. Como de costumbre él paseaba con una nube sobre su cabeza. Sin saber porqué, sus pies se detuvieron ante un escaparate pequeño, casi diminuto y al alzar la vista la vió. Estaba perfectamente colocada en el centro, desafiante. Era preciosa, de terciopelo rojo. No pudo resistirse y entró haciendo sonar una estridente campañilla. Se rascó los bolsillos y soltó unas monedas sobre el mostrador mientras su dedo señalaba la gorra. Sin caja, sin envoltorio, directa a su cabeza encajó como la última pieza de un puzzle. Amor a primera vista.
Desvió los ojos hacía la derecha. Todo bien, la cuerda en su sitio. Luego miró hacía la izquierda, la red corta descansaba tranquila. El agua adormilaba al pequeño bote como una madre mece la delicada cuna.
De repente unas voces ahuyentaron la pesca. El mal humor subió hacía sus labios y temblaron un instante. Volvió a mirar el bote y se descubrió rodeado de sillas que imitaban la forma de la embarcación, y él sentado sobre un mullido cojín. A su derecha un cordel de zapato atado a un segundo cordel. A su izquierda una manta gruesa doblada con dificultad. Sus manos sujetaban una débil rama de castaño que se doblaba hacía la nada.
Se levantó con cautela. Dirigió sus pasos hacía un estrecho pasillo de paredes desconchadas. Dejó atrás varias puertas cerradas numeradas con gruesos números. Las amarillentas bombillas delataban la ausencia del sol. Las voces sonaban cada vez con más claridad.